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En 1938, la actriz y cantante Arletty pronunció una de las réplicas más famosas de la historia del cine francés en la película Hôtel du Nord: «¡Atmósfera, atmósfera!». El contexto no tiene mucho que ver con la manera en que ahora se utiliza, pero cada vez que entro en un bar o restaurante con 'leds' de luz fría, un temblor me recorre la espalda y me acuerdo de ella. No hay nada peor que un espacio mal iluminado para arruinar, en caso de que los haya habido, los esfuerzos del cocinero. Con esa luz, un 'steak tartare' parece recién salido de la morgue, un pescado se ve pasado, una ensalada agoniza y una sopa... más vale no pensarlo, además de que la cara del comensal que ha ido contigo y la tuya propia tienen el aspecto de haber pasado la noche en la comisaría. Cuando te atreves a decir algo a los propietarios del tipo «qué bueno estaba todo, pero no os parece que esa luz quizás... no acompaña», normalmente te miran como si fueras una pobre loca o te contestan que sí, que es verdad, pero que los 'leds' fríos salen más baratos y qué se yo... Un local con la luz justa consume y cuesta exactamente igual que uno mal iluminado y, sin embargo, se cuentan por cientos los lugares donde entrar ya te echa para atrás.
Otra tendencia que me horroriza y que cada vez está más en boga: los sitios con letreros admonitorios sobre la vida, el porvenir, las sonrisas y la felicidad, esos en los que, de camino al baño, hay un espejo donde han rotulado perlas como «da tu mejor versión», «una sonrisa te llevará lejos» y así. Llamadme cascarrabias o algo peor, pero comer bajo un letrero que ordena en letras enormes «DISFRUTA» hace que me salga la 'serial killer' que llevo dentro. Es como cuando te han dado un disgusto y alguien te dice: «Fluye». Inmediatamente en tu cabeza hay un neón que grita «fluirá tu santa madre», mientras una mueca dolorosa se dibuja en tu cara, porque, claro, no le vas a soltar al pobre infeliz que quiere que fluyas dónde se puede meter sus deseos idiotas. Un restaurante no es un retiro de yoga ni una sesión de 'coaching' ni una clase de pilates. Y entrar en uno vegetariano no debería ser sinónimo de recibir un sermón sobre los beneficios de sonreír como una posesa aunque malditas las ganas que tengas de hacerlo.
Otra tendencia malsana que yo llamaría como a un álbum de algún grupo ‘indie’ , ‘pretensiones tropicales’: me refiero a esos restaurantes llenos de dorados y plantas de plástico, que tienen un hilo musical con versiones patéticas de hits y cartas donde mezclan la cocina peruana con alguna película de Elvis Presley en Hawái y el ceviche de lubina no es ni ceviche ni lubina. Allí el camarero (sin culpa ninguna, seguro que los propietarios le comen la cabeza) recomienda encarecidamente el tataki de atún, señal inequívoca de que en la cocina han descongelado más atún del que piensan vender. De entrada el tema tataki lleva a muchas interpretaciones, la mayoría nefastas. Si hay un pescado mediocre, es desaconsejable, porque ¿cómo puede ser bueno un tataki de diez euros si sólo pasar por los puestos del mercado a mirar ya te cuesta más? Claro que ¿cómo van a tener un producto decente si se lo gastan todo en plantas y maderas despintadas de Ale-Hop?
Llegados a este punto, amables lectores, os preguntaréis qué lugares me gustan si le pongo tantas pegas a todo. Es fácil, me gustan aquellos en los que le ponen cariño a las cosas. Porque un bocadillo de salchichón y una cocacola pueden ser una delicia si te los sirven con buen pan, una sonrisa y cero pretensiones. Da igual que tengan la radio a todo trapo retransmitiendo una carrera de motos, da igual hasta la luz de led, el calendario de 1987 en la pared, los parroquianos discutiendo sobre quién va a pagar la siguiente ronda, la pátina en las paredes que nunca conocieron tiempos mejores. Prefiero un bocadillo en un bar de barrio que un tataki de atún con guacamole en un sitio de nombre salido de una canción de Yma Súmac en el que, para comértelo, tienes que apartar las plantas colgadas del techo.