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Todo el mundo habla de lujo tranquilo. El término describe un tipo de lujo que pretende pasar desapercibido al primer golpe de vista: el anti bling bling. Pensemos en marcas como The Row, Jil Sander y Loro Piana. La estética no incluye logotipos aparentes, tendencias de corta duración o piezas llamativas que hagan ostentación de riqueza.
Es difícil decir por qué las redes sociales se han obsesionado tanto con este tipo de tendencia, pero después de una temporada de colaboraciones y colecciones repletas de logotipos, el cambio es un soplo de aire fresco. Se empezó a oír lo de quiet luxury cuando en la cuarta temporada de 'Succession', Tom criticó a Bridget por llevar un bolso gigante de Burberry (2890 euros). Sin embargo, en la serie, la comida no es especialmente tranquila ni lujosa. De hecho, no está para comer, está para impresionar, hacer bonito, actuar a modo de metáfora de lo que quieren o desean o les falta a los personajes.
En un episodio típico de 'Succession', la comida está por todas partes, como complemento a la trama y las intrigas que forman su columna vertebral. Los pasteles se alinean en las mesas de conferencias y en las salas de reuniones de Waystar Royco, los platos de canapés flotan en la pantalla en las fiestas, los desayunos-buffet se sirven sobre la impecable mantelería blanca del restaurante. Sin embargo, considerando la cantidad de comida en exhibición, es raro que alguna vez veamos a los personajes más ricos, como Kendall, haciendo algo tan exponencialmente humano como comer.
¿Cuál sería el equivalente en el mundo de la gastronomía a este concepto? De entrada, para mí está claro lo que no es lujo tranquilo: los menús de 32 platos y cinco postres que algunos restaurantes de tres estrellas se empeñan en seguir haciendo. No hay jugo gástrico ni estómago que los aguante. Si además les añadimos maridaje con vinos diferentes, tenemos el paisaje ideal para una tormenta perfecta: resaca y gastritis.
Afortunadamente ya hay muchos cocineros que tienen piedad de sus comensales y trabajan en consonancia. Jesús Sánchez (Cenador de Amós), Quique Dacosta, Hermanos Torres, Fina Puigdevall (Les Cols)..., todos ellos son muy conscientes de que ofrecer un festín creativo y mágico no está reñido con el equilibrio y la mesura. Es hora de acabar con la idea de cuanto más, mejor: el reto de un cocinero hoy en día es sorprender con la sencillez, sin florituras inútiles, sin barroquismos estragadores.
Escribo esto en Roma, en el hall de un hotel legendario de cinco estrellas. En mi última visita, hará 20 años, poseía un innegable encanto decadente que hacía posible evocar la época remota en la que albergó a huéspedes como León Tolstói o Luigi Pirandello. Hoy, una araña descomunal, blanca y azul, preside el salón y cada tarde luces rojas y verdes cambian al compás de una música disco que inunda el ambiente con su barata cadencia machacona.
Sobre las siete, se anuncia el sabrage, el corte con sable de botellas de champagne que los turistas americanos y chinos se esfuerzan en filmar con sus teléfonos, en medio de una serenata de "ohhhhs" y "ahhhhs" y "wooooows". No tengo nada contra la apertura de botellas de champagne en cualquiera de sus formas, pero la ostentosa obscenidad del espectáculo me choca.
Salgo a la calle con Reed, mi pareja, intentando esquivar a las hordas de turistas que invaden la ciudad: mochilas, segways, grupos siguiendo a un guía con paraguas o pañuelo o hasta megáfono, familias numerosas que vienen del Vaticano. Pasamos por un clásico, la salumeria Roscioli, antaño desconocida, hoy con colas de espera de tres horas. Pasamos por trattorias abarrotadas buscando simplemente un sitio tranquilo. A dos calles de Roscioli, en un pasaje escondido, lo hallamos: un local diminuto con dos mesas en la calle, especializado en pescado. No hay nadie.
Nos sentamos. Carta corta, precios razonables (para Roma), servicio amable. Pedimos una zuppetta. Dos copas de Franciacorta. Y nos sorprenden con una bullabesa a la italiana con gambas frescas y calamares, deliciosa. Este mediodía de sábado en una esquina de Roma, por pura casualidad, nos hemos encontrado con el epítome del lujo tranquilo en el lugar menos pensado.