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Lee Miller (1907-1977) fue la mujer moderna por excelencia. En el otoño de 1930, esta chica de Poughkeepsie, Nueva York, había inventado el proceso fotográfico comúnmente llamado solarización junto a su amante y maestro, Man Ray (aunque se le atribuyó a él solito...), y aparecía regularmente en las páginas de revistas de moda como modelo y fotógrafa.
Más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, convertida en corresponsal de guerra, tomó algunas de las imágenes más icónicas del conflicto: fue la primera en entrar en el búnker de Adolf Hitler y se fotografió en su bañera, en una instantánea que probablemente sea una de las más célebres del mundo. Para muchos amigos, familiares, conocidos y comentaristas de arte de la época, desde mediados de la década de 1950 en adelante, la historia de Miller termina tras su matrimonio con Roland Penrose y su decisión de abandonar la fotografía. Pocos autores han mostrado interés por su vida posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, lo que Lee Miller realmente hizo desde entonces hasta su muerte por cáncer en 1977 fue cocinar platos gourmet para agasajar a sus invitados en East Sussex.
Gracias a su libro, publicado en 2017, A Life with Food, Friends and Recipes (Grapefruit Publishing), una atractiva mezcla de memorias y material de archivo reunido por su nieta (y directora de Farleys House and Gallery), Ami Bouhassane, hoy conocemos muchos detalles de su segunda etapa vital.
Este contiene numerosas recetas desarrolladas por Miller, así como artículos históricos de publicaciones gastronómicas escritos por ella o que celebran sus actividades culinarias. Sin embargo, lo más intrigante es el relato de una existencia contada a través de la comida. "Eres lo que comes", dicen, pero rara vez eso se convierte en un principio de biografía.
Su afición a los fogones comenzó en Farleys (la segunda residencia de Penrose), durante los fines de semana, cuando el matrimonio llegaba de Londres con un variopinto grupo de comensales. Allí cultivaba un vasto huerto y aprovechaba los recursos ganaderos de la finca, que ofrecía verdaderos manjares a los visitantes, cansados del racionamiento de posguerra. "Intentamos compartir la bendición de nuestra granja con invitados de ojos saltones", escribió, "que se esfuerzan por olvidar que los puristas no sirven después de un plato cremoso otro".
Al igual que Elizabeth David -cuyo nombramiento como redactora gastronómica en Vogue en 1953 privó a Miller de más encargos-, ejemplifica la actitud de no sólo arreglárselas en la cocina de posguerra, sino también de aspirar a algo más. En una maravillosa lista publicada en un artículo para la revista en 1947, se imagina pidiéndole a una amiga que le traiga provisiones: "Tomate [kétchup], salsa Worcestershire, salsa de rábano picante y mayonesa auténtica (que le sentarán de maravilla a un menú de hospital), trucha ahumada, foie gras [...]".
La comida era una búsqueda constante para la fotógrafa. Desde los concursos de recetas en los que participaba (y ganaba con frecuencia) en la década de 1960, hasta sus esfuerzos por recrear de memoria un arroz con leche que había probado en Egipto antes de la guerra. Adoptó un enfoque experimental y omnívoro que incorporaba el pragmatismo y la iniciativa estadounidenses a la cocina. Sucírculo más próximo se burlaba de su afición por los aparatos. Atesoraba un amplio arsenal que incluía una cortadora de judías verdes y una picadora de hielo Icepet. Entre las obras navideñas que Penrose inventaba para el personal de la granja, la familia y otros invitados, figuraba La venganzadel amo de los líos, en la que un artilugio sobrecalentaba el congelador de su mujer y provocaba un estropicio.
Lee Miller solía mezclar hortalizas para dar color a sus creaciones y añadir champagne y armagnac para alegrar sus sopas. Una de sus recetas más famosas es la del pollo que preparaba al pintor Joan Miró: troceado, marinado en tabasco y frito con un rebozado de sésamo. Hacía las delicias del artista, que se lo pedía cada vez que la visitaba.