Querido Universo,
Estoy al borde del colapso porque en una semana se acaba el colegio. ¿Podrías especificarme en qué apartado del manual reservado a madrepadres fulltime viene la guía de supervivencia estival? Que yo feliz con las vacaciones, pero dadme asueto de hipoteca y supermercado y así coordinamos tiempos, porque con lo que tragan y la subida el Euribor no sé yo cómo gestionar esto.
Interés variable, como mi estado emocional. Me descubro exponiéndole a un amigo con tranquilidad pasmosa que, de haber sabido lo que sé, no me hubiera metido en esto de ser madre. Ni media culpa me asoma, pero se me encoge el corazón porque mi hijo Nicolás pasa a Primaria y el tiempo va agotando la prórroga a la que me acojo para que siga siendo un bebé.
Mi bebé. Así empieza la carta que le escribí a mi segundo hace unos días porque cumplía diez años. Otra etapa, la de las dos cifras. Cuando llegues a los cuarenta, querido, vas a flipar con tu madre. Esto no se lo dije, pero te confieso, Universo, que forma parte del top tres de mis fantasías. Ese momento en el que hagan click y se den cuenta de los tutes épicos que me meto.
Mi hijo mayor pasa a la ESO y me explica con cierto desprecio que ya no se dice molar sino “padrear”. “¿Entonces puedo decir que yo padreo todo el día?”, pregunto forzosamente. Ojos en blanco y flashback directo a mi preadolescencia. “No porque vas a quedar como una ridícula”.
En realidad, ese ceporro con el que comparto exacta genética capilar, me larga unas turras considerables cada día, y aunque entonces la que pone los ojos en blanco sea yo, me doy cuenta de la fragilidad del momento y exprimo sus palabras. En breve, otra etapa, y ya no me querrá contar nada.
Dicen que el tiempo no es más que un constructo. Y todo ok con la relatividad, Einstein y sus cositas, pero déjate de milongas, Universo, tú y yo sabemos que los veranos de la infancia deberían ser eternos.
Volver por ley al tiempo en el que la única medida la marcaban las digestiones de dos horas, proteger los estíos infantiles. No hacer nada por decreto, sin móvil ni expectativas más allá de septiembre. ¿No hay reglas universales que gestionen esto?
Mientras te escribo, un bombardeo aéreo en una escuela infantil del centro de Gaza acaba con la vida de 35 personas. Aquí, a tres mil kilómetros, yo me afano en organizar campamentos y revisar la cuenta corriente por si crece y nos podemos permitir un viaje. No, no hay verano para todos ni reglas universales que lo protejan.
De nuevo, me doy cuenta de la fragilidad. Y me acuerdo de Camus cuando, durante sus vacaciones de 1953, escribió aquello de que en medio del odio descubrió un amor invencible. De que, a pesar de todo, en medio del invierno había, dentro de sí mismo, un verano invencible.
Tengo la cuenta bajo mínimos y no sé cómo gestionaré estos meses, pero la Lucía del futuro que se encargue. Ese yo al que le endilgo todos los marrones de mi inconsciencia innata.
Porque, en realidad, de haber sabido lo que sé, ni hubiera sido madre ni hubiera hecho casi nada. Tampoco habría vivido veranos eternos e invencibles, ni estaría aquí largándote mis turras cada jueves, Universo.
Te iré contando cómo nos lo montamos.